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sábado, 18 de febrero de 2017

EL POEMA DE HOY





BOSQUE PETRIFICADO


Por Luisa Peluffo (*)




I

Fantasma
entre fantasmas,
el viento y sus altos veleros.

En verdad os digo
que giraron los troncos
esbeltos
sobre sí mismos
ya casi sueltas
las raíces,
desgajadas,
expuestas al enjambre
próximo y remoto,
a las marítimas voces

II

Bosque petrificado,
lugar de aquellos árboles
que quisieron volar

Siglos de ruinas
de signos
en ruinas.




(*) Escritora de Bariloche. El poema es de su libro “La otra orilla” (Ediciones Último Reino, Buenos Aires, 1991).

domingo, 12 de febrero de 2017

LA NOTA DE HOY




TIR PENTRE

Por Jorge Eduardo Lenard Vives



Súbitos oasis de inesperado verdor tajeando la meseta, los valles de los ríos Negro y Chubut sorprenden al viajero que ve interrumpirse la monocroma llanura con un fulgor de edén. Cuentan que tiempo atrás adornaban las riberas algunas delgadas líneas de sauces criollos; pero en su mayor parte, los grandes cursos fluviales sureños discurrían entre sus incólumes márgenes atravesando estepas y baldíos. Todo era esperanza de futuro vergel. Eran promesas la tierra apta para la agricultura y el agua cercana; pero el augurio no se hizo realidad hasta que la inteligencia y la mano del ser humano desbrozaron la grava y trazaron los canales y las zanjas, que llevaron la savia vital a su fértil comunión con los eriales que la rodeaban.

Uno de esos promisorios lugares era la zona del Valle Medio del Río Negro, que había comenzado a ser poblada por criollos e inmigrantes hacia fines del siglo XIX. Se intentaba el cultivo de secano, sin obtenerse los beneficios esperados. Fue así que en 1902 el gobernador del territorio rionegrino, Eugenio Tello, promovió la instalación en la Isla Grande de Choele Choel de un contingente de galeses provenientes del Chubut; mediante una donación de tierras. Además contrató a Edward Owen "Maes Llaned", oriundo de Drofa Dulog, para que repitiese allí el milagro logrado años atrás por Raquel y Aaron Jenkins.

En septiembre de 1902 llegaron a la zona cerca de setenta colonos chubutenses, algunos con sus familias. Al año siguiente, Owen comenzó las obras de riego; que incluían una boca toma, los canales y otras construcciones anexas. Como resultado de las tareas, el 24 de setiembre de 1903 se inauguró el “Canal de los Galeses”; fecha recordada anualmente en la comarca con la Fiesta Provincial de los Canales de Riego. Con el tiempo se realizaron nuevos trabajos para complementar los iniciales. Pero esa es otra historia; pues esta nota ahora se interna en la crónica del cuarto asentamiento creado por la Colonia Galesa de la Patagonia, la localidad hoy conocida como Luis Beltrán.

Al establecer la colonia rionegrina se destinaron cien hectáreas para el núcleo urbano. Las eligió Mauricio Hughes, quien seleccionó la chacra 22 de la sección II. Al parecer lo hizo por su altura, que la protegía de las habituales crecientes. El espacio pasó a conocerse como “Chacra de la Reserva”; y el pueblo fue llamado “Tir Pentre”, “Villa Galense” e incluso, sólo “Galense”. El término galés “Pentre”, literalmente “cabeza de pueblo”, se usa de manera habitual para designar un caserío. Fue empleado también en los inicios de Gaiman, con el agregado del vocablo “sydyn” (“Pentre Sydyn”); lo que le da el significado de “aldea repentina”.

Hacia 1910 en el sitio había algunas edificaciones menores y un “salón con techo de chapas de zinc”; que, como no podía ser de otra manera en un poblado fundado por los hijos de Gales, era una capilla - aunque también servía para usos múltiples. El 30 de noviembre de 1911, por un decreto del presidente Roque Sáenz Peña, se designa un agrimensor para proceder “al trazado de las manzanas y subdivisión en solares, del lote 22, sección II de la Colonia Choele Choel… que se denominara ‘Luis Beltrán’”. Esa fecha se toma como la fecha de fundación. De a poco el villorrio se transformó en la ciudad que es hoy; tan distinta a lo que fueron sus humildes inicios. Pero los beltranenses, orgullosos de su tradición, no olvidan sus raíces; y plasmaron ese legado en el escudo municipal, donde figura, dominante en el abismo, el rojo dragón rampante.

Hasta ahí el relato sobre otra de esas combinaciones de colonos galeses, tierras de cultivo y sistemas de regadío, que llevó el progreso a varios sitios de una región en ese momento agreste. Pero como este blog se dedica a la Literatura, no puede dejar de mencionarse el reflejo en las letras de esta nueva gesta colonizadora. Entre otras obras que tocaron el tema, deben citarse “Los galeses en el Río Negro”, de Emma Nozzi y Silvia Edelstein de Itzkow; y “De Villa Galense a Luis Beltrán: la incorporación de un pueblo al Estado Nacional”, de Mónica Silva.

Por su parte, Dora Noemí Martínez de Gorla escribió dos libros sobre el tema: “El inicio de una nueva etapa en la colonización del riego: Choele Choel, Conesa, Frías y valle inferior del río Negro: 1947-1955”; y “La colonización del riego en las zonas tributarias de los ríos Negro, Neuquén, Limay y Colorado”. En este último trabajo, figura un párrafo que recuerda que “… junto a la acción del gobierno estaba la pujanza del trabajo pionero, encarnado en esta oportunidad por el ingeniero Owen y sus galeses, quienes se perpetuarían en la historia de la Isla Grande de Choele Choel, como los grandes constructores de canales, cuyas obras fueron las únicas, que por muchos años sirvieron a la irrigación de las parcelas agrícolas…

De la misma forma en que el chacarero desparrama la semilla sobre los surcos, desde la Colonia Galesa del Valle del Chubut se arrojó la simiente que permitió que germinasen nuevos establecimientos en diversos lugares del país. El agua fue sin dudas uno de los factores clave. Donde no había, la llevaron a fuerza de pala y pico. Por eso se puede decir que otras de las causas que permitieron florecer a estos enclaves, fueron el esfuerzo, la laboriosidad, el sacrificio, la voluntad… Es decir, todas aquellas actitudes que llevan a la humanidad, por un lento y dificultoso camino, hacia un futuro mejor.





Nota: el autor quiere agradecer a Verónica Halliday de Ferrari sus aportes sobre la bibliografía para el artículo. También a Fabio González, por su precisa información sobre los inicios de Gaiman y los conceptos sobre el idioma galés.

domingo, 5 de febrero de 2017

EL POEMA DE HOY




EL LOBO Y LA CABRA

Por Paulo Neo (*)




Tendríamos que arrancarnos
del cuerpo
todos y cada uno de los fantasmas
las canciones  sin nombre
que no laten más que
a medianoche
de esos
días soleados y lluviosos

como verano sureño
que se camina a tientas

en definitiva,
partirte como uña
de cabra ansiosa
y copa en los labios




(*) Escritor de Río Gallegos, nacido en esa ciudad en 1980. En 2010 publicó su primer libro, “De la muerte y sus entrañas”. En 2011 se seleccionó su poema “De Odín y de Zeus” para la antología poética “Inspiración otoñal”, publicada en Madrid. En 2012 editó su segunda obra, “Café de Siglos”, que representó a la provincia de Santa Cruz en la Feria Internacional del Libro en Buenos Aires. En 2014 el microcuento “La teoría de la relatividad” fue seleccionado para la antología “Microterrores”, también en Madrid. En 2015 publicó su tercer libro, “Microficciones Ilustradas”. El poema “El lobo y la cabra”, está tomado de su página web http://www.pauloneo.com/.





jueves, 26 de enero de 2017

EL CUENTO DE HOY





EL ACOMPAÑANTE


Por Carlos Dante Ferrari




     El hombre llevaba más de media hora esperando el paso de algún vehículo. Aquel sector de la ruta en las afueras del pueblo era lo más parecido a un basural a cielo abierto: papeles, cartones, bolsas de nailon, retazos de maderas y mampostería. Los desperdicios esparcidos sobre las cunetas montaban un escenario deprimente. A ambos lados del camino, entre matas y alambrados, surgían por tramos las bocas de algunos senderos laterales hacia la zona rural.

     Se sopló las manos para entibiarlas con el aliento. La brisa fría de la costa anunciaba otro día ventoso. De pronto oyó el ruido de un auto. Lo divisó asomándose sobre la curva cercana y enseguida pudo distinguir los primeros detalles: era un Ford Falcon gris con la chapa abollada y despintada. El motor rugía su fatiga mecánica. A menos de cincuenta metros se tornó visible la cabeza del conductor, un morocho con anteojos oscuros y gorra visera.

     Hizo dedo con cierta timidez, como era su estilo. Muchas veces que había viajado hacia la ciudad vecina gracias a los favores de otros automovilistas generosos.

     El auto se detuvo y al subir a la cabina con un “buenos días”, recibió la misma respuesta. Sentado en el asiento del acompañante, percibió de inmediato que el conductor era  un hombre parco. Por puro respeto decidió mantenerse callado, a la espera de algún comentario que justificara el comienzo de una conversación.

     Después de avanzar unos pocos kilómetros, el chofer hizo un repentino desvío hacia la derecha para internarse en la zona de chacras por un camino de tierra.

     Sorprendido, el pasajero estuvo a punto de preguntar hacia dónde iban, aunque prefirió callar. A poca distancia había una entrada privada. Ingresaron por el sendero angosto a escasa velocidad, dirigiéndose hacia una vivienda muy precaria. Las gallinas se desbandaban mientras el auto se aproximaba a la casa, flanqueado por los ladridos de los perros. Una mujer se asomó a la puerta y volvió a cerrarla. Pocos segundos después un hombre vestido con mameluco apareció en el umbral. El chofer bajó del auto, se aproximó y ambos iniciaron una conversación.

      El viajero pensó en bajar el vidrio para tratar de oír lo que hablaban, pero no se atrevió. La charla fue breve. Le pareció advertir que ellos intercambiaban algo antes de despedirse. El tipo volvió al volante, arrancó el motor y marchó en silencio hacia la salida.

     Al llegar al camino principal, en vez de enderezar hacia la ruta asfaltada, giraron de nuevo hacia el sector agrario. Anduvieron casi cuatro kilómetros. Ya estaban bordeando unas lomadas cuando, en un badén, advirtieron que la huella estaba cubierta por un charco inmenso. Lejos de amedrentarse, el chofer emprendió la subida por la cuesta escabrosa para sortear el obstáculo. Mientras trepaban a toda máquina el Ford se inclinó en un peligroso ángulo ascendente, bamboleándose entre piedras y matas. Muy exigido, el motor parecía a punto de ahogarse, pero a último momento el hombre corrigió el rumbo con un hábil volantazo hacia la izquierda y comenzó a descender para retomar la marcha en un sector donde el camino estaba seco.

     Prosiguieron sin apuro. El cielo se había cubierto de oscuros nubarrones. Las visitas a otras casas vecinas y el mismo ceremonial se repitieron varias veces. Daba la impresión de ser un circuito bien programado. El conductor seguía sin hablar y el acompañante guardaba un mudo desconcierto.  Aquella situación extravagante lo ofuscaba y a la vez lo hacía sentirse ridículo; no tenía por qué tolerarla, pero así y todo no lograba vencer su pasividad.

    Cuando ya llevaban casi dos horas de ronda, el hombre tomó otro camino que parecía conducirlos de vuelta hacia el asfalto. El acompañante experimentó un ligero alivio que, para su desgracia, duró muy poco. Casi al instante oyó unos ruidos y creyó percibir ciertos movimientos que sugerían la presencia insospechada de otro pasajero en el asiento posterior.  Sin atreverse a girar la cabeza, tuvo la sensación de haber caído en una trampa siniestra. ¿Cómo no lo había notado antes? ¿Quién sería el otro individuo? ¿Habría estado agazapado hasta ese momento para no ser visto? ¿O quizás simplemente dormía sobre el asiento posterior y ahora acababa de despertarse? ¿Por qué no decía nada?

      Notó un ligero temblor en las rodillas y movió un poco las piernas con disgusto, tratando de dominarlas. Estaba seguro de que en cualquier momento podría recibir un golpe en la nuca o un corte en la yugular. Nadie hablaba; el mutismo era ya insoportable; una terrible señal de mal agüero. Tenía que hacer algo urgente para salir del paso, pero…, ¿qué?

     Después de una curva, la repentina aparición de la cinta asfaltada en el horizonte le insufló una cuota de esperanza. Tal vez ahora el auto enfilaría hacia la ciudad vecina y al fin terminaría ese suplicio.

      Sin embargo, cuando el chofer llegó a la encrucijada miró hacia ambos lados, se cercioró de que no venía nadie e inició el cruce hacia otra huella paralela en el lado opuesto.

      Esto ya era demasiado. El acompañante juntó fuerzas y casi con un hilo de voz logró articular:

     —Yo me bajo acá.

     El Ford ya había cruzado la ruta. El hombre giró la cabeza con lentitud para mirarlo por primera vez, sin que sus ojos pudieran ser escrutados bajo los densos lentes oscuros. Pero no dijo nada; sólo detuvo la marcha.

     El viajero dudó durante un segundo. De inmediato abrió la puerta, se bajó y, enfocando la vista a los cristales ahumados, agregó:

      —Bueno…, muchas gracias.

      —Gracias a usté por la compañía —lo oyó responder, en consonancia con el ruido metálico de la puerta al cerrarse.

      La curiosidad lo dominaba y en un impulso, a pesar del miedo subsistente, el viajero asomó la vista a la ventanilla trasera del auto. No se veía a nadie. El asiento estaba vacío.

       El Falcon emprendió la marcha por el huellón rumbo a las otras chacras. Un poco aturdido, se acercó al asfalto tratando de calcular la distancia que podría haber hasta la ciudad. Supuso que estaba más o menos a mitad de camino; pensándolo bien, ya no tenía ganas de ir hasta allá.

     El frío arreciaba. Una leve llovizna le humedeció las mejillas. Sin dudarlo, se lanzó a caminar. Sólo quería volver al pueblo. Volver despacio, seguro y de a pie.